10 de diciembre. Creía terminada mi cueva o cámara cuando, de pronto (parece que la había hecho demasiado grande), comenzó a caer un montón de tierra por uno de los lados; tanta que me asusté, y no sin razón, pues de haber estado debajo no me habría hecho falta un sepulturero. Tuve que trabajar muchísimo para enmendar este desastre porque tenía que sacar toda la tierra que se había desprendido y, lo más importante, apuntalar el techo para asegurarme de que no hubiese más derrumbamientos.