Aquel lunes, 10 de octubre, un claro sol, heraldo de victorias, atravesó las nubes grises que llevaban una semana ensombreciendo París. Hasta la noche anterior había estado cayendo una pertinaz llovizna, un polvillo de agua que mojaba y ensuciaba las calles; pero, de madrugada, fuertes y veloces ráfagas habían arrastrado consigo las nubes y oreado las aceras. El cielo azul mostraba una límpida alegría primaveral.
Como era de esperar, El Paraíso de las Damas lanzaba mil fulgores desde las ocho de la mañana, bajo los rayos de aquel sol tan claro, en todo el esplendor de la inauguración de la gran venta de novedades de invierno.