A cosa de las seis vino Petrov a buscarme a mi pabellón para acompañarme al en que se celebraba el espectáculo.
Allí estaban reunidos ya todos los individuos de mi sección, excepto el viejo creyente de Staróduvo y algún polaco. Estos no quisieron asistir hasta la última representación, la del 4 de enero, cuando se les convenció de que no había que temer ningún desorden y de que la cosa valía la pena. El retraimiento despreciativo de los polacos irritaba a los reclusos; sin embargo, les recibieron con las mayores deferencias, señalándoles los primeros puestos.