–Diga Martín lo que guste –articuló el Rey retrepándose en la butaca–. Le escuchamos.
–No es Martín quien va a hablar, señor –insistió el aldeano sin turbarse–. Martín solo no se atrevería. Alguien habla por su boca. Mis palabras vienen del cielo.
–¿Del cielo? –repitió con delicada ironía el admirador de Voltaire–. ¿De Dios mismo tal vez?
–Alabado sea por siempre su santo nombre –repitió el aldeano–. Empezaré por lo que sucedió primero. Sepa, pues, Vuestra Alteza que el 16 de enero, congo estuviese yo distraído abriendo un surco en la heredad de trigo que labro, noté que los bueyes se asustaban sin saber de qué; me extrañó su inquietud; pensé: «¡algo hay!», y volviendo la cabeza vi a mi lado a un jovencillo muy hermoso, vestido como los caballeros de la Corte.